Para la generación de los que nacimos a principios de los ochenta y vivimos cerca de la frontera lusa era un clásico subirnos en el coche abuelos, padres y un par de críos los días de feira, acá mercadillo. Sí, de aquella los cinturones de seguridad en los asientos traseros todavía no se habían inventado y las normas de seguridad vial eran tan laxas como las que vigilaban el estraperlo de los maleteros.
Todavía había que llevar el pasaporte encima, por si acaso eras el afortunado del sorteo mental de la Guarda Nacional Republicana –la Guardia Civil portuguesa–. Y se pagaba en escudos y pesetas. Cruzabas el puente de turno ansioso, en mi caso por ingerir cantidades industriales de mantequilla salada y rissois de camarao –unas riquísimas empanadillas de camarones–, en el resto de las mujeres de la familia por venir con un nuevo ajuar completo y en el de mi abuelo por tener que soportarnos tantas horas seguidas comprando sin parar.
Ese deporte regional del regateo en sábanas y toallas, de la búsqueda de imitaciones del cocodrilo y el caballito y de hincharse a bacalahu y frango grelados – bacalao y pollo a la brasa– es común a gallegos, castellanoleoneses, extremeños y andaluces. Y es un ritual familiar que revivo religiosamente cada vez que visito el hogar parental en vacaciones. ¿Os pasa a vosotros lo mismo?
De este modo transcurrió en mi última visita a casa: madrugar mucho el sábado para llegar prontito y recorrer todos los puestos que se hacinan en una gran explanada a la orilla del Miño. Desde algodón egipcio hasta pollitos teñidos de colores, mucho menaje de cocina capitaneado por el insigne Galo de Barcelos y cerrando el circo, de un lado unas antiguas murallas y del otro un pequeño mercado de vistosas hortalizas.
Así es Vilanova de Cerveira, una diminuta villa histórica con escuela de diseño, escuela de arquitectura y en cuyo núcleo urbano viven apenas 1.500 habitantes. Tiene una preciosa Pousada –Parador- y cada dos años en verano se convierte en el epicentro del arte contemporáneo del país gracias a su Bienal.
Una vez que ya vamos bien cargaditos de bolsas, mi abuelo suele inquietarse. Quiere correr al siguiente punto de nuestra ruta, Caminha. Necesita imperiosamente llegar hasta su plaza de abastos antes de que cierren –no, el del otro pueblo no le vale– y comprar rubias, sepias y lenguado. Cada uno tiene sus vicios y no seremos el resto de la prole los que nos interpongamos.
Este municipio con casi 20.000 habitantes destaca por su precioso casco histórico y sus galerías de arte y es punto de encuentro para amantes de la fiesta de localidades colindantes. Si eres uno de ellos apunta : ¡calle Ricardo Joaquim de Sousa, donde está todo el meollo!
Curiosamente mi restaurante favorito se encuentra en la ribera y no en el centro. Y es la sede del Club de Remo de la ciudad. Una construcción de hormigón sobre el río ajena al paisaje y cercana a un bulevar de Las Vegas. Con aire elegante y decadente conviven los camareros encorsetados y extremadamente amables y sillas imperiales, con petiscos –entrantes, generalmente en el norte son bolinhos de bacalhau , una especie de croqueta de bacalao, y conforme pasas Oporto te vas encontrando con patés de sardina y aceitunas- algo rancios y el plástico del mobiliario de Pepsi que puebla la terraza. Lo que es incontestable es la calidad y frescura de sus pescados y las vistas.
Y como los pacenses se mueren por ir a Elvas a por su sapataria –buey de mar- y su arroz com tamboril – un arroz de rape- yo me muero por un sargo y un bacalao a la brasa con una buena sopa de legumbres de primero. Las raciones, al igual que en el 99,9% del país vecino, son muy generosas. Y después de un café solo queda bajar las escaleras rodando y darte una vuelta por el pueblo para bajar la comida.
Antes de volver siempre intento una parada en el Pingo Doce, el llamado “Mercadona de Portugal” para proveerme de víveres antes de volver a la capital, pero a veces se me resisten. “¡Venga! ¿Qué os costará comprar un ratito más?”