Siguiendo la ruta que empezamos el otro día por el sur de la India, nos vamos desde Goa hasta Badami por carretera. La distancia no llega a 300 kilómetros, pero la duración del viaje suele ser el doble a lo que se suele tardar en Europa. Carreteras irregulares, paradas en aldeas perdidas y rodeos que no estaban previstos pueden hacer que este trayecto se sitúe sobre las seis horas. Sin prisas. Viajar por la India significa también parar en un bar de carretera para compartir un té chai con el resto de clientes, curiosear en tiendas o felicitar a unos novios que se están casando al lado de la calzada.
En Badami la cantidad y calidad de los alojamientos es muy modesta, pero es una ciudad por la que merece la pena hacer un esfuerzo, por los templos que tiene.
Hay que visitar las cuevas templo que, como su nombre indica, son unos templos excavados en una montaña. Su valor artístico es enorme, pero hasta que la Unesco puso algo de orden no tenían ningún tipo de control.
El templo Banashankari es otro de los mayores atractivos de Badami. Un estanque flanqueado por construcciones que son centro de peregrinación. Un auténtico lugar de culto donde se respira religión a cada paso.
En cualquier caso, Badami sería solo el calentamiento antes de uno de los puntos más bellos del viaje: la ciudad de Hampi, que durante años fue catalogada como el destino más importante de la India por la guía Lonely Planet. Estamos hablando de más de 300 templos, de los mejores conservados de la India y los más espectaculares. Son tantos que no están masificados -al menos demasiado- y las visitas se disfrutan mucho más.
Nadie está tan loco de pasar por Hampi y no visitar el templo de Virupaksha, que tiene una torre principal de más de 50 metros y una belleza brutal en todo su recorrido. A los turistas les llama la atención la cantidad de esvásticas pintadas en los muros del templo. Evidentemente nada tienen que ver con las de los nazis, sino que son el símbolo indio del bienestar.
La lista de ‘must see’ en Hampi es interminable, aunque por su fama conviene nombrar las ruinas arqueológicas. Allí se ubica el carro de piedra, que sirve de icono de la ciudad, y el Vittala temple, también llamado templo de la música porque sus columnas o pilares producen distintos sonidos cuando se les da un ligero golpecito, como si fueran un instrumento de percusión.
La ciudad tiene también una animada zona comercial. Un bazar callejero donde practicar el noble arte del regateo. Un consejo, cuando un indio balancea la cabeza de izquierda a derecha como queriendo decir “no estoy seguro” o “regular” en realidad está afirmando. Ese es el gesto indio para decir “sí”.
Otra de las experiencias que merece la pena probar es entrar en un cine indio. Allí se idolatra a los actores como en Europa se hace con los futbolistas. Los indios gritan en pleno cine o increpan a la pantalla cuando el villano desafía a sus ídolos cinematográficos. El espectáculo está en las butacas más que en la pantalla, pero conviene no ir con sueño. Las películas superan las tres horas de duración y están plagadas de actuaciones musicales.
Abandonando Hampi en dirección a Mysore hay dos paradas doblemente asombrosas porque son templos maravillosos y sin apenas turistas: Belur y Halebidu.
El templo de Halebidu hipnotiza desde el exterior. Está totalmente cubierto por figuras talladas con todo lujo de detalles. Representaciones de dioses y diosas –con colmillos como vampiros-, animales, objetos antiguos y un sinfín de ornamentos. Su interior es oscuro y su acústica hace que los mantras resuenen con más misterio.
Después de disfrutar Belur y antes de llegar a Mysore –a unos 80 kilómetros- se pasa por la ciudad de Shravanabelagola, donde se visita un templo jaimista con la imponente estatua de Gommateshwara Bahubali. ¿Qué tiene de especial? Pues que según los indios se trata de la estatua monolítica más grande del mundo –un dedo del pie es más grande que una persona- y para llegar hasta la figura hay que subir más de 1.000 escalones.
Mysore es una gran ciudad y también marca una inflexión en el viaje. Se dejan a un lado los templos y se visitan palacios. De hablar de dioses a hablar de monarcas y sultanes. De comer en aldeas a disfrutar de grandes restaurantes con música en directo.
Apetece recorrer la ciudad. Sus mercados están llenos de color. El de las flores, el de las especias, los tintes en polvo para teñir tejidos…
El descenso hacia el sur prosigue por Bandipur, donde conviene pasar uno o dos días para realizar safaris. Los alojamientos habituales son los ‘tree tops’ -casas en los árboles- y la fauna es totalmente diferente a la de África: aquí hay tigres, aunque el animal más temido en la zona es el elefante.
Si en África son frecuentes los safaris en plena madrugada para ver a los animales más activos, en Bandipur abundan los safaris nocturnos: el jeep se planta en mitad de la jungla, apaga el motor para no hacer ruido y con un cañón de luz trata de adivinar qué animales son esos que se están acercando con sigilo. Toda una experiencia.
Son safaris en los que nadie se marcha decepcionado por aquello de que no han visto animales. Van a ver monos, leopardos, serpientes, elefantes… Puede que hasta más cerca de lo deseable, por lo que la adrenalina termina por las nubes.
El viaje se va terminando y el mejor escenario para despedir al sur de la India es Kochi. La ciudad del estado de Kerala también está infinitamente más adaptada al turismo que cualquiera de los puntos más turísticos del norte del país.
En Kochi se suele dormir hasta en tres contextos diferentes: algún hotel de una famosa cadena, una casa particular donde convivir con familias indias y, por supuesto, los conocidos houseboat: casas barco pilotadas por tu propio comandante y que recorren los llamados backwaters, donde se mezcla el agua salada con el agua dulce.
La experiencia de pasar un día con una familia india también merece la pena. Te enseñan a cocinar algunos de sus platos más típicos, te hablan de su forma de vida y te recomiendan cómo disfrutar la ciudad.
Kochi tiene playas. Suelen reservarse para los últimos días del viaje. Una forma de reposar tantos kilómetros y tantos días de vivencias. Es momento de darse caprichos, de dormir en amplias camas, con desayunos opulentos y de digerir cerca de dos semanas de India. Un país que, seguro, te desesperará en algún momento del viaje, pero que dejará poso a largo plazo. En India no existe la indiferencia. Todo se vive al máximo.